AGITACIÓN SOCIAL


¿Y DESPUÉS, QUÉ? 
     El equipo de música se pone en marcha con un ligero susurro, las luces azuladas y dulces iluminan tenuemente la habitación a oscuras, con las persianas bajadas hasta el suelo. Pongo los pies en el suelo y el pequeño robot domótico de casa enciende la calefacción para equilibrar el frío de afuera. Enciendo la luz del baño, el grifo se abre cuando las células fotoeléctricas notan la presencia de mis manos. Un modo de ahorrar la valiosa agua.   
   Me ducho en seco, los pantanos se extinguen y nuestra sociedad se ha tenido que adaptar a marchas forzadas. Hoy es Navidad. Despierto a mi mujer, tengo que insistir para que sus ojos se abran y me sonría. No sé como lo consigue, pero lo primero que hace en el día es sonreír. Nos vestimos y abrigamos, cojo las llaves del coche. Tenemos que ir a comprar los últimos detalles, hoy viene a comer la familia de mi mujer, y ella lleva dos días nerviosa. 
     Oisha se despierta en cuanto el primer rayo de sol se posa en su piel. Se aclara los ojos y se levanta con mucho cuidado para no despertar a sus cuatro hijos. La misionera europea les había invitado a comer hoy, pues para ellos es una fecha especial, pero está a cuatro días de  camino a pie, su hijo menor está enfermo, y la misionera lleva una semana con la ranchera averiada, de modo que ni tan solo pudo hacerles la visita semanal que acostumbra.
   Despertó a Kware, su hija mayor. Con trece años recién cumplidos era toda una mujer. Las dos se levantaron de la cama comunal, hecha sobre un lecho de adobe, y recubierta con piel de cabra para hacerla más mullida. Oisha cogió las tres grandes ánforas para el agua, se cargó dos a la espalda y uno sobre la cabeza, como hacían todas las mujeres de su casi extinta tribu. Ahora ya solo residían poco más de una veintena de personas en el poblado.  
   Oisha acarició la frente de su hija mayor, le dio un beso y con palabras dulces le indicó que vigilara a sus hermanos, y que preparase un fuego para cuando ella volviera. La pequeña la miró mientras ella iniciaba el recorrido que cada dos días se veía obligada a recorrer para obtener el bien de la vida.        

  Mi mujer no cesa de entrar y salir de cada escaparate iluminado que ve en la calle. A veces me sorprende, parece inagotable. Todo el mundo en estas fechas parece inagotable. Las calles están a rebosar, iluminadas de una manera casi deslumbrante. Nuestros pantanos y ríos se secan, pero siguen haciendo ostentación, malbaratan los recursos hidráulicos.   
  No sé porque me cansan tanto las Navidades, y menos aún no sé porque cada maldito año repito en las celebraciones. No soy religioso, y en un estado laico celebramos por ley días estatales de fiestas religiosas. Me cansa comer tanto durante estos días. Me harta hacer las cosas porque se han de hacer, por seguir la tradición. En esta tradición yo solo veo un modo más de exprimir nuestros hipotecados salarios.  
   Mi mujer me sonríe, ya podemos ir a casa a preparar la comida. Doce personas en casa, toda familia de mi mujer. A la mitad de ellas solo la veo una vez al año. Estoy convencido que todo esto solo lo soporto por mi mujer. Para ella es importante, en estos días tiene sensación de reencuentro, como si un amplio abanico de posibilidades se abrieran ante ella. Yo no lo entiendo, pero ya he dejado de intentar entenderlo. No  sé que es el espíritu navideño, por más que la gente lo siente y sonríe y es más amable en estas fechas, por más que me lo explican cada año, soy incapaz de entenderlo. La convención social establecida puede más que el sentido común.    
  Oisha deja las ánforas en el suelo. Ha llegado al tocón quemado en el que cada viaje descansa un rato. Ya está a la mitad del recorrido. Ella ignora, que cada vez que necesita agua, ha de recorrer a pie casi ocho kilómetros de ida y otros ocho de vuelta. Todo para recoger el agua contaminada y estanca de la única charca que hay en el territorio de su tribu. Si por un casual toman agua de otra charca, se pueden ver metidos en problemas con los militares del gobierno que son como perros guardianes, manteniendo a cada tribu en su territorio asignado.   
  Hace muchos años, cuando ella era una niña, el gobierno expropió gran parte de las tierras en las que su gente había vivido durante miles de años. Le arrebataron el riachuelo, con lo que el ganado y la siembra dejaron de servirles de sustento. Hubo enfermedades, y la mayoría de los que no enfermaron huyeron a la gran ciudad. El gobierno trajo grandes máquinas conducidas por hombres blancos, y empezaron a sacar petróleo de las entrañas de la tierra.   
  El anciano de la tribu decía que arrancarle algo por la fuerza a la madre tierra condenaba a los humanos. Era una afrenta, pero aquellos hombres blancos eran tenaces y metódicos en su tarea, y no parecía importarles lo más mínimo estar ultrajando a madre tierra. Oisha cargó con las ánforas, y emprendió de nuevo su camino.           
    Creo que a mi mujer le va a dar un ataque. Siempre le pasa lo mismo, a medida que se acerca la hora en que los invitados han de llegar, sus nervios se convierten en un incesante ir y venir a todos los rincones de la casa, mira y remira lo que ya ha mirado para asegurarse que todo está en dónde debe. La comida ya se hornea, somos doce y hay comida para veinte. Cada año el mismo patrón.   
  Su familia llena la mesa de invitados, preparamos el menú; gambas de vivero, langostinos de vivero, y de plato fuerte cordero de granja de engorde. Hace diez años la ONU prohibió la pesca comercial del mar o los ríos de todo el mundo. Aunque tampoco quedaba ya nada que pescar. Los ecosistemas marinos ya estaban exhaustos. En diez años la población del mar apenas ha aumentado un uno por ciento. Lo hemos dejado vacío. Hemos devorado las especies del mar, y las que no nos comemos se han extinguido al faltarles el sustento natural.   
  Ahora todo se cría en piscifactorías de cría intensiva. Son muy caros, porque no hay más, y personalmente, a mí no me saben a nada. Recuerdo las gambas que me comía en la playa con mi abuelo. Su sabor, su olor penetrante. Estas no huelen, ni cuando se pasan de fecha, y tampoco saben a nada. Las bandejas están rebosantes de comida, la gente se llena los platos y repite, nunca repiten entre semana, pero hoy es Navidad, un día es un día.    
  Oisha descarga las ánforas junto al fuego que Kware ha encendido. El sol ya no brilla, en poco se esconderá por el horizonte. Le dolían los pies. Sus hijos acudieron a recibirla riendo y saltando, disfrutando de los pocos años que duraba la infancia en su poblado. Kware trajo las grandes mallas para colar la tierra del agua. Cada ánfora era colada siete veces, que era el número sagrado de su tribu. Mientras Kware hervía el agua, Oisha acudió a revisar las trampas para pequeños animales que tenía puestas en las afueras del poblado.  
   Todas estaban vacías. Ya ningún animal se veía atraído por el poblado, pues apenas quedaban un par de bueyes. No tenían ganado, nada, solo las paredes de adobe de sus chozas, y un gran arenal que rodeaba el poblado. Por suerte había recogido varias raíces alrededor de la charca dónde recogió el agua. Al menos le darían un poco de sabor y algunas vitaminas para sus hijos. El pequeño tosía sin cesar, y solo tuvo que tocarlo para saber que la fiebre le ardía. El anciano le colocó una plasma en la frente.    
   Kware removía con fuerza el caldo que burbujeaba en el caldero de barro cocido. Un espeso humo ascendía, no olía muy bien, pero al menos tendrían algo que masticar. Las raíces eran casi un festín para ellos. Oisha muchas noches se veía obligada a poner piedras de barro en el caldo, para que al menos sus hijos tuvieran algo en el estómago.    Repartieron el caldo entre los habitantes del poblado, Oisha acurrucó a su hijo pequeño en sus brazos, y le cantó y lo meció hasta que el niño se quedó dormido. Tenía que llevarlo hasta la misionera. Su medicina era buena, y ella y sus ayudantes siempre se preocupaban mucho por los niños. Los atendían como si fueran hijos de sus vientres. Oisha suspiró y pensó en el largo viaje que debía emprender mañana.  
     El viaje serviría para que curaran a su hijo, y seguro le darían suficiente comida para mantener al poblado durante al menos veinte días. Sonrió, seguro que cuando regresara de ver a la misionera serían días de bonanza para el pueblo, quizá incluso hicieran una fiesta por su vuelta.    
  Viendo a mi mujer tirando las sobras de la comida a la basura, me río de los compañeros que en la oficina me dijeron que hacerme socio de una ONG era tirar el dinero, que no servía para nada, que no cambiaría nada por pagar una cuota cada mes. Estoy seguro que toda la comida que vamos a tirar vale más que la cuota mensual que pago. Y eso daría de comer a alguien en África, quizá a una familia entera. 
  Mi mujer está contenta, y parece haberse quitado de encima el peso del mundo. Dos tías han criticado la comida, el resto nos ha felicitado por hacerlo bien. Eso a mi mujer le hacer feliz, su entorno ha disfrutado de una agradable velada, han reído, han visto a los familiares, han pasado un buen rato con los suyos. Y yo, bueno me siento feliz por ella, y porque su familia ha pasado una agradable velada. Pero, y ¿Después de la Navidad, qué?

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